Comerciando confites[1] en una vereda de Ipiales (Colombia) conocimos a Francis G. (27 años), a su hijo Christopher (3 años), a María C. (38 años) -su suegra y abuela, respectivamente- y Mariangel Y. (18 años), con dos meses de embarazo. Francis prestaba atención a las indicaciones de Junior, otro venezolano (38 años) que aquella mañana ofreció al trío de mujeres aquellos productos y pulseras, para que las comercialicen. Según él explicó, su acción se debía a que quería apoyarlas, repartiendo las ganancias de la venta en dos partes iguales: una para las mujeres y otra para él.
Pronto, José V., funcionario de la alcaldía, encargado de impedir que las ventas ambulantes se fijen en las calles, solicitó circular a quienes vendían distintas cosas en el sector. Entonces, Francis tomó con su mano la de Christopher y con la otra los productos. Junto a Mariangel, también cargada de artículos, se fueron a recorrer las vías, en la espera de hacer algunos pesos para alcanzar su destino en bus: Venezuela. María se quedó anclada en el lugar, al cuidado de las mochilas.
Este grupo caminante, entre caminar, hacer cola[2] y tomar transporte, estaba de retorno a Barquisimeto, localidad venezolana de donde salieron hacia Piura (Perú), hace siete meses, junto a tres amigos más y sus niñas (3 y 5 años). Al regreso, conocieron a Mariangel en Ecuador, quien se juntó a ellas. María fue a visitar a sus tres hijos: "me dijeron que fuera a pasar aunque sea unos seis meses con ellos y bueno, les dije que sí, pues; pero con la condición de que me regresaba otra vez". Así, sin más, agarró su mochila con dos mudas de ropa y agua. "Todo nomás era agua para ir caminando".
Además de caminar, lo más duro para María fue que le faltaran el respeto. Esto ocurrió en Yopal (Colombia), a la subida.[3] Un día, después de tanto caminar, pidieron cola. Cuando son muchas personas, los conductores prefieren llevar a una o dos; ahí "ya nosotras nos imaginamos que es para algo malo. Entonces nosotras no aceptamos". Especialmente, las mujeres con infantes se separan del grupo cuando consiguen hacer cola. Previamente, acuerdan un punto geográfico más adelante en el camino, para el reencuentro.
"Nosotras vimos cómo andaba el señor, así, bien vestido. Entonces yo dije, no parece una persona mala. Y me monté con el niño". Una vez en marcha, el hombre comenzó a valorar y describir el cuerpo de María, a la vez que aludía a la posibilidad de ganar dinero haciendo trabajo sexual. "Me dijo que me daba 100.000 pesos, y aparte me daba algo más para que coma con el niño".
"Le dije que no, que me baje aquí, dijo no. Te bajo más adelante, y en el transcurso de media hora, él metiéndome la mano ahí, yo le quitaba la mano y él me volvía a meter la mano. Hubo un momento en que empecé a sentir como un sueño. Me dijo que me tranquilizara. Entonces, me hizo un gesto para que vea que cargaba un arma. Pensé, ¡me mató! Uno anda ahí peligrando, arriesgando la vida de uno. Esas son las consecuencias de uno andar viajando por ahí".
Este grupo caminante lo único que quería era regresar a Venezuela, lo más pronto posible. María y Mariangel para quedarse definitivamente y Francis para ver a su hija mayor (6 años) y llevarla con ella al Perú. En el momento, la venta de los productos de Junior era lo único concreto que tenían y aunque no estaban acostumbradas a comerciar ambulantemente, lo hacían. Estaban matando tigre,[4] en un principio apenadas, después tomándolo como un juego: "para no deprimirnos nos reímos, echamos broma;[5] pero, si nos pega bastante la migración".
La gran mayoría de migrantes venezolanas, aun cuando se encuentran en condiciones adversas y complejas como las narradas, mantienen el buen ánimo y fácilmente dibujan sonrisas en el rostro:
"Mi mami siempre me decía: uno puede ser pobre, pero aseado y, todo el tiempo, con una sonrisa en esa boca. Será por eso que somos así? Nuestra cultura es pura risa. De nada nos reímos, de nada. El venezolano todo el tiempo le regala una sonrisa a una persona".
Llegó la rendición de cuentas y el reparto de las ganancias por las ventas de confites y pulseras. Junior se quedó con todo el dinero obtenido por las mujeres y regaló productos para que ellas continúen vendiendo y ese efectivo sea suyo. María, Francis y Mariangel accedieron sin reñir y sin quejarse siquiera, pese a que el negocio no resultó conforme lo convenido en un principio.
Aquella tarde, caminamos en dirección a uno de los refugio de Ipiales ubicado a escasos metros de la frontera con Tulcán (Ecuador). En ese lugar, cada una tenía asegurada la merienda de aquel día y el desayuno del siguiente, además de una cama para el necesario descanso por la noche, a fin de retomar el camino, a la mañana siguiente.
Aun después de ser timadas por su compatriota, la sonrisa se mantenía en dos de las tres mujeres. Mariangel estaba arrecha por lo sucedido. Ella nos explicó que esa expresión quiere decir enojada, a diferencia de lo que significa en Ecuador, Colombia y Perú (deseo u ofrecimiento sexual); finalmente, ella rió a carcajadas por esta diferencia entre dialectos. Así recuperó o, quizás, se forzó a recuperar la sonrisa perdida tan solo unos minutos antes por el otro infortunio.
[1] Caramelos, dulces
[2] Dicho popular venezolano que refiere al acto de pedir traslado gratuito a los vehículos que transitan las carreteras.
[3] La mayoría de personas caminantes migrantes venezolanas con las que hemos conversado, refieren como "subida" a la dirección sur del continente Suramericano, a donde, generalmente, emigran. Mientras que "bajada" cuando refieren a la dirección donde se ubica Venezuela, al norte. Tal vez, esta noción está en relación directa con las montañas.
[4] Dicho popular que da cuenta del ingenio, la gana de aprender y la astucia de las personas venezolanas, al momento de ganarse la vida.
[5] Bromear.
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