A media tarde, caminando Tulcán (Ecuador), en busca de un lugar para almorzar, al pie de la oficina de una ONG relacionada con asuntos migratorios, una joven mujer con un niño en brazos y un hombre, sentadas en la vereda, aguardaban el retorno de las funcionarias de aquella institución. Detener la marcha propició el encuentro para compartir no solo la palabra, sino también los alimentos. A diario y varias veces al día, el acto de comer evidencia que somos organismos biológicos similares, a pesar de las diferencias culturales, sociales y económicas.
Alisbey, nacida en la localidad venezolana de Quíbor (Lara), actualmente, vive en la parroquia rural Julio Andrade, en la provincia del Carchi. Ella llegó después de dieciséis días de caminar, junto a diecinueve integrantes de su familia, entre ellas su mamá, un tío, primos con sus esposas e hijas, sus cuatro hijos y su pareja. En un inicio, caminar fue un tanto relajado, "pero ya después de que uno lleva días, es un poco fuerte; porque se le enferma a uno los niños".
Gracias a las donaciones recibidas en pleno tránsito, no faltó ni ropa ni comida. Sin embargo, en los refugios recibieron alimento y la posibilidad de calmar mucho más el hambre, aunque no siempre accedieron a estos. Por tanto, no siempre las tres comidas más importantes del día fueron satisfechas, ni saciadas todos los días. Generalmente, la dieta "en el camino es refresco, pan, galletas". Afortunadamente, con las colaboraciones económicas adquirieron medicamentos para las niñas enfermas con "gripe, fiebre, vómito, diarrea".
"[...] no están acostumbrados a…, no es igual. No es igual la comida de la casa, de la mamá". Es la opinión de Carlos O., el hombre que acompañaba a Alisbey. Ellas se conocieron minutos antes de este encuentro. Juntas esperaban a que alguna trabajadora de aquella agencia de ayuda al migrante regresara de la hora de almuerzo, a fin de que sus necesidades sean atendidas.
"Yo me cansé de comer pan", manifiesta Carlos, y no es de extrañarse, pues las personas que voluntariamente apoyan, de alguna u otra manera, a quien camina desde o hacia Venezuela, especialmente, ofrecen pan. Nosotras mismas ofrendamos una bolsa de pan a Ericson M. y a sus amigos,[1] otro conversador con quien compartimos también en Tulcán. Y es que el pan es económico y tras dos o tres piezas causa llenura. Más es sabido que no alimenta y es hasta nocivo para la salud a largo plazo cuando se consume en exceso, pues suele estar hecho con harina blanca.
No obstante, el principio de compartir el pan es el gesto que, quizá, toda caminante espera encontrar. Pues, para aquello, primero, deviene y antecede la empatía de la otra persona. Compartir el pan, además de operar en el acto de comer, opera en el campo simbólico e incluso, se intuye, que hasta en lo mágico. Con[m]-partir el pan posibilita alimentar no sólo el cuerpo, sino también la mente y el espíritu.
Entre comer, hablar y escuchar, Dios Ángel, el hijo de dos años de Alisbey, permanece en la memoria, con tanto gusto comía que causaba gusto verlo comer. Alisbey rememora que en Ecuador están mucho mejor que en Venezuela, "algunas veces nos acostábanos [sic] sin comer, y aquí no, no falta… Estamos un poco mejor. En Venezuela, mi esposo trabajaba de panadero. 40.000 bolívares soberanos mensual, para seis personas, no era nada".
Carlos comenta que un kilo de arroz está en 60.000 bolívares soberanos, ante lo cual, la pregunta obvia es ¿cómo sobreviven quienes en Venezuela se quedan? Alisbey contesta que las personas que permanecen siembran, tienen negocio. "Nosotras que vinimos mochileando somos pobres, no tenemos trabajo, no tenemos cómo sobresalir adelante allá, en Venezuela".
En este con[m]-partir el pan, también compartimos las vivencias personales del día 22 de agosto de este año. En este día, Alisbey llegó a su destino final, la casa de su hermana y un tío. Ella llegó con sus cuatro hijas, después de que intentaron robarse a dos de ellas, en un poblado entre Pasto e Ipiales (Colombia), del cual hasta el nombre prefirió olvidar. Además, sus hijas ya no podían caminar más, sus pies se llenaron de ampollas y a ella misma se le partió la piel de los pies. Sin más, acudió donde una autoridad del lugar, quien ayudó a completar el costo del pasaje del bus. Con dolor, abandonó al resto de la familia, con quienes se reunió días después.
En esa misma fecha, la hija de Carlos, quien vive en Quito, cumplió 24 años, la misma edad de Alisbey. Carlos recuerda que ese día estuvo en Santa Rosa, cuando llegó por primera vez a Ecuador. Él regresó a Colombia y, en menos de un mes, estaba volviendo a Guayaquil, donde vive su esposa y dos hijos, debido a que ella enfermó y necesitaba apoyo en el cuidado de los chicos.
Compartir es con-vivir, y esto mínimamente es prestar atención y consideración a la otra. Regresar a mirar y escuchar a quien nada tiene que ver conmigo. Saber que a alguien en el camino mismo le importamos, aun cuando se trate de una extraña -pues también somos extrañas para quien así la percibimos-. Al final de cuentas esto alimenta el alma.
[1] Revisar cuarta crónica: Un objeto preciado. https://paisajesmigrantesand.wixsite.com/misitio/post/un-objeto-preciado
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